En anteriores posts he hablado sobre la gestión de las emociones, su definición y funciones, etc… Hoy voy a ahondar en cómo y por qué las trabajamos en psicoterapia.
En general, vivimos las emociones como una agitación (positiva o negativa) que nos mueve a la acción. Así el miedo nos aleja de lo peligroso, la ira nos alerta de que algo o alguien afrenta nuestros intereses, etc. Una vez que la emoción ha generado una respuesta del organismo al entorno, deja de tener sentido: ya no es necesaria y se aplaca por sí misma (por ejemplo, una vez evitado el peligro, pasa la sensación de miedo), volviendo al equilibrio emocional.
Siguiendo al psicólogo Leslie Greenberg (2000), quien desarrolló la Terapia Focalizada en las Emociones (TFE), en situaciones de poco estrés la experiencia emocional viene mediada por el pensamiento racional. Entonces la respuesta emocional puede ser lenta, comedida y adecuada a las expectativas personales o sociales.
En cambio, cuando la situación se vive como muy crítica para la persona o amenazadora (en función de sus necesidades, de las experiencias anteriores, etc.). P.ej. ser mirado con sarcasmo por alguien, puede provocar la respuesta emocional muy automática, sin mediar el razonamiento: se produce la emoción (p.ej. ira) y la reacción (contestar de forma agresiva), llegando después los pensamientos, de manera coherente con la reacción emocional, que incluso puedan justificar el comportamiento (p.ej. “me estaba provocando”)
Todo ello se basa en esquemas emocionales muy personales que tenemos interiorizados y que contienen un significado de la situación, una emoción asociada a ella e impulsos de conducta que ya tenemos automatizados. Muchas veces están basados en experiencias previas, puntuales o continuadas en el tiempo. Funcionan estos esquemas emocionales tanto con emociones “positivas” como “negativas”; y estos esquemas pueden ser funcionales y adaptativos, o no, siendo fuente de problemas en las relaciones interpersonales o con uno mismo.
En psicoterapia, solemos encontramos con emociones automáticas desadaptativas, normalmente sentidas como desagradables (ira, tristeza, culpa, vergüenza…), basadas en esquemas rígidos que no permiten la flexibilidad necesaria para que la persona elija la conducta más adecuada en cada momento, sino que aquélla se ve impelida a un ciclón emocional, sentido como incontrolable, generando consecuencias negativas a nivel personal o interpersonal.
Gestionar las propias emociones consiste en que la persona primero aprenda a darse cuenta de sus sentimientos en cada momento, los acepte y los sienta como suyos y pueda después expresar la acción coherente con ese sentimiento, para que el proceso termine y la emoción se aplaque. Muchas veces este proceso no ocurre de forma natural, produciendo un malestar continuado en la persona que puede llegar a ser crónico. En el proceso de terapia lo trabajamos para que pueda completarse: acompañamos a que la persona vaya conectando con sus sentimientos tanto tiempo ignorados, que los vaya mirando despacio y con amabilidad, se apropie de ellos y los acepte, para que pueda después actuarlos: expresándolos, tomando decisiones, afrontando problemas interpersonales, definiendo prioridades, despidiéndose de lo que perdió, etc. De esta forma el proceso emocional se aplaca por sí solo.
A menudo este proceso conlleva descubrir esos esquemas emocionales aprendidos, muy automáticos e inconscientes, ponerlos en entredicho o revisarlos, porque puede ser que cuando fueron escritos tuvieran un sentido y una utilidad, pero en este momento, aquí y ahora, no le son útiles. Esto nos puede llevar a “reescribir la historia personal” en algunos capítulos o escribir por primera vez los capítulos “perdidos”. Por eso en ocasiones me gusta trabajar con técnicas narrativas, en las que el cliente escribe sobre sus experiencias, significados y sentimientos, para acompañar este proceso.
Irene de Miranda Reynés
Psicóloga Sanitaria
Directora IDEM Psicología